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Para matar un fantasma, nada mejor que arrojarlo de bruces sobre un charco de luz. No es tarea fácil, puesto que no acostumbran mostrarse según su forma y esencia. Más bien prefieren la penumbra de las bambalinas, sitio desde el que pueden mirar a piacere y sin que nadie se percate de su presencia. O casi nadie. El actor, que está desarrollando su monólogo, se encuentra encandilado por un mediodía trucho que le fabricaron los reflectores, y solo tiene oídos para el susurro del apuntador. Y para los aplausos, por supuesto. Pero esos vendrán después y solo a veces.

Entre el público, en cambio, suele haber algún exigente al que no le bastan las luces o no lo conforma la actuación. Y entonces, de puro aficionado a los contornos, se pone a forzar la vista dirigiéndola hacia los costados. Verá tal vez algún miedito de morondanga que se hace el vivo porque cree que nadie mira. Es el más superficial, el que pasa inadvertido sólo para el actor encandilado. Atrás de ése estarán los miedos mayores, esos fantasmas que andan en patotas invisibles. Son los peores. Cuando ocupan gran parte del universo desatendido, son capaces de matar por suicidio aparente.

Para enfrentar esos casos, será necesario algo más que un espectador disconforme. Se torna imprescindible un detective de las sombras. Un sabueso de los crepúsculos con capacidad no sólo para ver lo invisible. Además se requiere que tenga la suficiente habilidad como para ocupar de entrada el sitio del apuntador, y finalmente sustituir al director general de esa puesta en escena.

De ese modo podrá ayudar a cambiar la obra.

El actor empezará a decir como propias del personaje las palabras ajenas al texto aprendido y que poco a poco le irá soplando el sabueso. El iluminador encenderá otras luces, bajará el resplandor del mediodía, apuntará para otros lados. Los ojos del actor estarán entonces en condiciones de atrapar algún fantasma con fiaca que la vaya de canchero, y arrastrarlo al centro mismo de la luz. Ahí se mirarán de frente, a nadie le importará el público. Tal vez el actor descubra que nunca hubo nadie mirando su papel. Antes de ahogar al fantasma capturado le palpará bien los bordes, descubrirá la imprecisión de sus límites. Y lo tirará como a un papelito arrugado, lo verá hundirse en el charco de luz.

Una vez capturado el primer fantasma la cosa cambiará sustancialmente: será más fácil echarle el guante al resto de los que la jueguen de solitarios.

Luego de dominada la técnica, no habrá patota del pasado que resista ni la luz de un fosforito.

Para ese entonces el escenario habrá desaparecido de puro ficticio, no será necesario apuntador alguno y las luces serán dirigidas por el tipo.

Que ya no será actor: será un hombre más en el mundo que supo vencer las barras bravas de los miedos escondidos.

 

Juan Carlos Ronga