Cuando ingresé al grupo de la Calle Mariano Benítez, a poco de comenzar mi primer taller de biodanza, sentí que una suave sensación comenzaba a recorrer mi cuerpo… Como en el inicio de una erupción volcánica, nubes de vapor emocional, brotaban desde lo mas profundo de mi alma y surgían como alegres a las cuencas resecas de mi piel, para escapar hacia el mar del infinito, donde mis amigos eternos me esperaban.
Me había quedado solo… y tuve miedo. Antes. Ya no.
El día que llegué a Biodanza me miré en los ojos de Diana, y ya no era el mismo. Fue como si un leproso se viera de pronto sano y hermoso ante un espejo. Y, paradójicamente, como quien quiere escapar a un premio, como quien quiere estar seguro de la muerte, miré hacia atrás, como siempre, pero esta vez… me encontré rodeado… o mas bien acompañado, de amor y de miradas nuevas, de nuevas tierras, de nuevos mundos, de nueva vida. Y fue como viajar de golpe a otro planeta, casualmente al mío, seguramente al de ellos. Mis nuevos amigos parecían no darse cuenta de mi llegada, era como si siempre hubiere estado allí, como si nunca me hubiese ido.
De mas está decirlo, me sentí en el cielo…
Cuando terminó el taller, salí como volando hacia la calle.
Me sentí enamorado, no sé de qué, pero enamorado. Alguien dijo por ahí, que para ganarle a la muerte hay que permanecer… enamorado.
Descendí lentamente sobre Córdoba. Aterricé frente a mi video club y bajé suavemente de mi cápsula R18…Llovía fino, pero tupido y fresco ahí en Alberdi…Comenzaba el invierno en esta gran ciudad y mi amigo, Sergio, el de las películas, se mostraba triste allá entre medio de sus clientes. Me descubrió desde muy adentro del negocio, y como es medio teatrero, justo encontró el pretexto que necesitaba para zafar a tiempo de su historia. Desde el otro lado (según se sinceró mas tarde) sedujo su atención, algo que me diferenciaba con extraña nitidez, del tránsito y del tiempo…
Yo estaba en el medio de la calle, danzando con la llovizna. Mostraba el goce de mi cuerpo a mi amigo y lo invitaba a bailar aquella noche viernes, bajo la lluvia de mayo. Se acercó a la puerta y me miró muy fijo, y aunque es de avanzada el vago, me preguntó por qué tenía “él” que mojarse, si estaba seco…
¡¡¡Dios mío!!! –exclamé-.
¡Estás seco!… y encima, ¡¡¡ tenés razón!!!-. Le dije, en un acto lingüístico de infinita compasión. E inmediatamente, lo invité a biodanza…
Y después, como quien no quiere la cosa, seguí como danzando entre películas, tratando ya de negociar un poco mas con el resto de los esqueletos duros que caminaban, envueltos de carne trémula, y escasos de ética y estética, allá en los quebradizos andamios del mundo viejo al que volvía.
Con profundo agradecimiento a Diana, mi cazadora…
Y al grupo de amigos de los viernes,
como así también, al de los martes…
Marcos Destéfanis.